Resulta llamativa la escasa aportación
arqueológica que ofrece el subsuelo de la ciudad de Toro, cuya situación
dominando el río y su amplia vega le confieren una situación privilegiada como
enclave defensivo, como lo fue precisamente a partir de la Edad Media. Y la duda
parte de conocer la procedencia del conocido verraco que le da nombre y
la identificación de la ciudad con la antigua población celtibérica de Arbocala,
aunque los restos arqueológicos correspondientes a esta época son parcos tanto
en hallazgos como en extensión, ciñéndose a un extremo de la ciudad conocido
como La Baltrasa
cuya potencia antrópica es realmente escasa.
Siguiendo a Navarro Talegón: “Ningún vestigio arqueológico
nos autoriza a ver en el plano urbanístico de Toro huellas del asentamiento
preexiste a la orden de repoblación dada por Alfonso III el Magno, a principios
del siglo X, época en la que aparece esta ciudad como núcleo importante en la
frontera del reino de León.” Sin duda, sus recintos amurallados aportaron
una tipología que creó modelo para los de otras poblaciones: la construcción se
realiza con mortero de cal y canto rodado a base de “tapias” y coronación
de merlones simples, de los que quedan muy pocos ejemplos, habiendo
desaparecido sus antiguas puertas y con una planta semicircular cuyo
cierre natural lo imponen las llamativas barranqueras.
…“El primer cerco murado partía del puente,
escalaba por barrancos de un desnivel de cerca de cien metros hasta alcanzar la
barbacana del alcázar, en el ángulo S.E.; inmediatamente se abría un postigo en
dirección de San Román de Hornija; más hacia el N. al final de la calle de San
Lorenzo aparecía la puerta de Morales, continuaba por el N. con las puertas del
Mercado (hoy del Reloj) y del Postigo, abarcaba la calle de Trascastillo
–donde, al parecer, se alzaba una fuente-y la Plaza de San Pedro, hasta llegar a la puerta de
Pozoantiguo; se dirigía por Tablaredonda a la puerta de Adalia y, desde ésta,
cortaba la plaza de la
Magdalena para, bordeando la calle de Pajaritas, descender
por los barrancos y enlazar de nuevo con la cabeza del puente.
La cerca del arrabal, de fecha incierta, mucho
más amplia que la primitiva, era de gruesos tapiales de tierra sacados de los
fosos que la defendían. Estaba reforzada por torres cuadradas colocadas a una
distancia aproximada de cincuenta pasos. Enlazaba en el postigo de San Román
con la muralla antigua; de allí partía, por el escalón superior del actual
paseo del Carmen, hasta la torre de Malpique, en el ángulo S.E.; se dirigía por
el E. a la puerta de Corredera, portillo de Santa María la Nueva y puerta de
Capuchinos; se doblaba en el ángulo N.O. y, desde la puerta de San Antón, se
dirigía a la de Zamora o del Canto, cortándose a poco de pasar la misma, al
borde de las pendientes quebradas del S.O., pues éstas hacían inaccesible ese
flanco. Entre el alcázar y la torre de Malpique bastó con consolidar dos
escalones naturales que por allí corren superpuestos: el uno sirve hoy como
paseo del Carmen; el otro constituye el límite de la terraza sobre la que se
asienta el caserío. Dos entradas había en este trecho: la Puerta Nueva , abierta
como una cuña en la cresta superior, y, en el centro, el portillo de San
Marcos. De todo ello subsisten poquísimos vestigios, entre los que sólo merecen
mención las puertas de Corredera y Santa Catalina, reconstruidas
respectivamente en los siglos XVII y XVIII”.
Otro de los aspectos que llama la atención es el
aprovechamiento, que aunque difícil, se hizo de las barranqueras, tal y como
nos lo representa Antón van der Wingaerde en 1531, donde no sólo los tramos de
murallas, sino un buen número de iglesias, como Santa María, San Vicente (S.
XIV), Santiago de Tajamones, San Juan y San Pedro “sobre el río”, identificada
ésta a través de recientes excavaciones, S. Cebrián y S. Miguel de la Cuesta.
Sin embargo, en el interior de estos recintos los
puntos más importantes los marcan la Colegiata y El Alcázar. De la primera parte,
hacia la Puerta
del Mercado o del Reloj, el vial más amplio de la ciudad, formando parte de la Plaza Mayor ; el resto
de calles son estrechas e intrincadas que parten de las puertas ya citadas,
hacia pequeñas plazas formadas en torno a las iglesias, destacando por su
amplitud las de santa Marina, san Francisco san Agustín, además de la citada
Plaza Mayor, cuya configuración actual adquiere a mediados del siglo XVI, con
la construcción del Ayuntamiento- renovado tras un incendio dos siglos después-
y la eliminación de parte de sus soportales medievales, de los que todavía
subsisten algunos rollizos y pilares ; el cierre septentrional lo constituye la
iglesia del Santo Sepulcro, cuya obra original mudéjar ha quedado oculta por
una fachada poco llamativa.
Pero la belleza de la ciudad de Toro no sólo
radica en su topografía sino en los edificios que se mantienen, tanto civiles
como religiosos, los cuales contrastan, según que zonas con un caserío humilde.
A la emblemática Colegiata con su esbelto cimborrio, trazas románicas o la impresionante
portada policromada de la “Majestad” o el transformado Alcázar, de planta
romboidal, que por su uso como cárcel en época moderna, se transformó su
interior, se desmocharon sus coronamientos y se eliminó la puerta original, se
le suman un buen número de iglesias, entre las que destacan las mudéjares, cuya
competencia es difícil de mantener a pesar de la desaparición de un buen número
de ellas –en un documento del siglo XIV se contabilizan cuarenta-, así como
conventos, instituciones benéficas y palacios y casas señoriales, distribuidos
por toda la ciudad: iglesia de San Salvador, San Lorenzo el Real, santo
Sepulcro….conventos de las Mercedarias y de las Sofías, ambos construidos en
edificios palaciegos; de Sancti Spiritus, fundado por la noble de ascendencia
portuguesa Teresa Gil; de Santa Clara, o los palacios de los Ulloa, marqués de
Alcañices, marqueses de San Miguel de Grox (casa de las Bolas), palacio del
Postigo… conviven, como ya se ha dicho, con otras humildes construcciones en
espacios y calles que hacen referencia al oficio de sus moradores – Candeleros,
Odreros, La Plata
o el barrio de los alfareros que tanta fama dio a Toro, como el Negrillo-.
Y en este rápido plano no se pueden olvidar las
impresionantes bodegas subterráneas que recorren el subsuelo toresano, cuya
tradición vinícola queda hoy reflejada en el reflote de una industria
floreciente, tras remontar la grave crisis que supuso la filoxera en el siglo
XIX.
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